“La marea y el reloj” : una economía política cultural de la tierra en el Pacífico colombiano

La Ley 70 de 1993 tiene por objetivo reconocer a las comunidades negras del Pacífico el derecho a la propiedad colectiva de las tierras que han ocupado históricamente. A través de una economía política-cultural de la tierra este ensayo se propone problematizar lo que significa la adjudicación en propiedad, teniendo en cuenta las divergentes formas en que este concepto se construye, desde el punto de vista de las comunidades negras y del Estado colombiano.

A partir del análisis discursivo de un fragmento de la ley, se analizan los conceptos de tierras baldías, propiedad colectiva, prácticas tradicionales de producción y el fomento del desarrollo económico y social, esto con el fin de comprender, desde una perspectiva interpretativa, las magnitudes que ambos actores dan a los valores de uso y de cambio de la tierra y las subsecuentes tensiones que de estos desencuentros se derivan.

Palabras clave: Análisis del discurso; Prácticas tradicionales de producción; Valor de uso; Valor de cambio; Tierra.

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Daniel Duque Quintero

Lenguajes y estudios socioculturales
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia

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“La marea y el reloj” : una economía política cultural de la tierra en el Pacífico colombiano

 

I. Introducción

          En 1991 se promulgó una nueva constitución política en Colombia a partir de la cual, por primera vez en la historia política nacional, se reconocía y protegía “(...) la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana” (artículo 7).

Fue así como surgió la Ley 70 de 1993 cuyo objetivo es el de “reconocer a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva (...)”. Este era un compromiso del Estado colombiano de adjudicar legalmente la propiedad de la tierra a las comunidades negras del Pacífico que estaban allí asentadas desde finales del siglo XIX. La implementación de esta ley suscitó un encuentro entre el Estado colombiano y las comunidades negras del Pacífico, marginadas históricamente del desarrollo político de la nación.

El objetivo de este ensayo es hacer una interpretación de este encuentro entre el Estado y las comunidades negras del Pacífico mediante la problematización de lo que significa la adjudicación de la propiedad de la tierra, estableciendo una herramienta teórica que aquí se denomina como economía política cultural de la tierra. El objetivo específico es establecer magnitudes a los valores de uso y cambio de la tierra tanto para el Estado colombiano como para las comunidades negras.

Este ensayo propone una metodología de estudio estructurada en cuatro partes. La primera de ellas hace una revisión crítica  del cuerpo teórico requerido para comprender el debate. Se establece que este  debe darse en dos etapas, una sincrónica y otra diacrónica. Los dos apartes siguientes se encargan de analizar separadamente las interpretaciones de la tierra desde las perspectivas de las comunidades negras y desde la del Estado colombiano. Se hace una revisión bibliográfica de etnografías de autores clásicos en el tema de las comunidades negras en Colombia para luego hacer un análisis discursivo de la Ley 70 de 1993 que adjudica la propiedad colectiva a las comunidades de las tierras del Pacífico colombiano. El cuarto aparte propone finalmente el desarrollo del concepto de economía política cultural de la tierra, mediante el análisis comparado de los capítulos anteriores. Se explica en qué medida la magnitud de los valores de uso y cambio para las comunidades negras es infinita, mientras que para el Estado corresponde a una cantidad conmensurable. Ambas perspectivas separadamente representan, sin embargo, una interpretación de la tierra en la que ésta constituye una forma de riqueza. De igual manera, el modelo se usa para dar explicación a la documentación del fracaso relativo en los procesos de titulación.

 

II. Ámbito teórico

          La naturaleza de la problemática que se quiere aquí plantear es transversal a la relación entre lo coyuntural y lo estructural; es decir, entre lo sincrónico y lo diacrónico. Como afirma Saussure, “[e]s sincrónico todo lo que se refiere al aspecto estático de nuestra ciencia, y diacrónico todo lo que se relaciona con las evoluciones” (Saussure, 1945: 149).

Plantear que la Ley 70 de 1993 suscitó un encuentro entre el Estado colombiano y las comunidades negras del Pacífico corresponde a un encuadre que se da en un momento particular dentro de las transformaciones del proyecto nacional colombiano iniciado con la promulgación, el 5 de julio de 1991, de la nueva Constitución Política; en esto consiste el aspecto sincrónico o estático, y requiere una epistemología del lenguaje y del análisis del discurso.

El resultado de dicho encuentro, por su parte, debe ser entendido dentro de un proceso de evoluciones que determina su propio valor, estimado dentro de una economía política de la tierra. Esto constituye el ámbito diacrónico y requiere una comparación entre los valores de uso y de cambio que representa la tierra en el Pacífico tanto para las comunidades negras como para el Estado colombiano.

Los límites epistemológicos de la discusión sobre el encuentro entre el Estado colombiano, bajo la forma de la Ley 70 de 1993, y las comunidades negras del Pacífico, se determinan mediante la definición de un método para investigar un hecho social. Aquí se partirá de la base de que no existen los hechos sociales en sí mismos, sino que se les crea de súbito al tiempo que se habla de ellos. Bajo esta perspectiva, hablar de un hecho social implica que el lenguaje con el que se haga no es una herramienta que hace referencia al hecho social investigado. Es decir, no se cuenta con lenguaje del orden investigativo para hablar sobre el lenguaje del orden investigado. Más bien, asumimos que el lenguaje de quien investiga se encuentra ya inmerso en lo que temerariamente se podría llamar el espíritu de su lenguaje, o la ideología de su lengua, es decir aquello que forma, describe y analiza, simultáneamente, su objeto de estudio. El lenguaje no puede “ser considerado al mismo tiempo en el espacio donde es hecho objeto (con otros objetos) y en su capacidad para hacer realidad ese espacio de objetos (y nosotros entre ellos)” (Lorite Mena, 1984: 44). No se habla de algo, y menos inocentemente o desprovistos de nuestros propios prejuicios, sobre algo. Se habla “(…) para presenciar las cosas, y en esa  presencia hacernos presentes en un mundo (…)” (Lorite Mena, 1984: 52).

Es así como el envío de un texto de cualquier naturaleza hacia algo o hacia alguien, ya de antemano está construyendo discursivamente el hecho social al que se refiere: la manera en que una ley habla, por ejemplo, sobre comunidades consideradas como minoritarias -la Ley 70 de 1993 en este caso- determina a priori la agencia de su sujeto en el ámbito social. Es por eso que se requiere del análisis del discurso. La noción de discurso es tomada como la forma en que se concibe la realidad social: “Todo aquello de lo que está compuesto el mundo social – incluso nuestras propias identidades – surgen del discurso”(1) (Phillips y Hardy, 2002: 2)

Así, la Ley 70 de 1993 será entendida como una forma de construcción discursiva de una realidad social para las comunidades del Pacífico, en el ámbito de las dinámicas sociales del proyecto de nación colombiano iniciado con la promulgación de la Constitución Política de 1991, antecedente de dicha ley.

El análisis del discurso permite estudiar la realidad social, en palabras de  Phillips y Hardy  “(…) sin el discurso no hay realidad social, y sin la comprensión del discurso, no estaremos en la capacidad de comprender nuestra realidad, nuestras experiencias o a nosotros mismos” (2002: 2). En el caso de la Ley 70 de 1993, el análisis discursivo se refiere metodológicamente a un análisis textual que consiste en comentar cómo se dice lo que dice la ley sobre las comunidades del Pacífico. Esta metodología del análisis requiere la construcción de un comentario. En un comentario “(…) la diferenciación entre el texto primero y el segundo juega un doble papel, solidarios estos dos entre sí. De una parte [el comentario] permite construir (y de manera indefinida) discursos nuevos: [esto] funda una posibilidad abierta del hablar. Pero, por otra parte, el fin del comentario es, cualesquiera que sean las técnicas puestas en funcionamiento, decir por fin lo que había sido articulado silenciosamente allá(2) (Foucault, 2004: 26-7). El allá y el por fin de los que nos habla Foucault corresponden metafóricamente a dos textos separados en el tiempo, pero hermanados por el hecho de que cada uno de ellos se refiere al otro mediante el comentario. El allá sería como un texto que se remonta hacia el pasado (o hacia el futuro) con respecto al presente del lector, quien viene por fin a leer lo que se dijo. El comentario se refiere, por tanto, a mantener el valor del envío de un texto en términos del valor presente del lector. Cada uno de los dos textos se refiere intertemporalmente al otro. El comentario dice el valor de un texto. Qué significa hoy un texto (por fin), con respecto a lo que ese texto quiso decir ayer o querrá decir mañana (allá).

Es en este punto en el que se hace necesario hablar de una economía política de la tierra debido a que lo que silenciosamente allá dice la ley, se refiere, por fin, a una interpretación del valor de la organización económica de las comunidades negras en el Pacífico colombiano. Es esta noción de valor a la que apunta la transversalidad entre lo sincrónico y lo diacrónico del debate que se plantea. Es importante obtener, mediante el análisis del texto de la ley, cómo se valora la tierra desde la perspectiva estatal para hacer una comparación con una interpretación del valor que le otorgan, a su vez, las gentes del Pacífico. Se propone entonces establecer una economía política cultural en la costa pacífica colombiana, mediante la evaluación de las magnitudes de los valores de uso y cambio de la tierra, tanto para el Estado colombiano como para las comunidades negras del Pacífico.

Retomando la voz de Saussure, en una economía política “(…) estamos ante la noción de valor” (1945: 147). El valor de uso es definido como la utilidad de una mercancía contemplada en sí misma. Este toma cuerpo en el uso o consumo de los objetos, conformando el contenido material de la riqueza, “cualquiera que sea la forma social de ésta” (Marx, 1867: 4). Dentro de nuestro contexto particular, la mercancía es la tierra en el Pacífico en el marco de la interpretación que se le da por parte de las comunidades  y de la Ley 70.

El valor de cambio, por su parte, contempla el valor de las mercancías en comparación con las demás. Al ser una herramienta de análisis para la formación de precios en un mercado, el valor de cambio establece las relaciones de equivalencia entre diferentes bienes de manera que puedan ser transados unos por otro por los individuos. Así, como afirma Marx, “[a] primera vista, el valor de cambio aparece como la relación cuantitativa, la proporción en que se cambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra (…). [U]n quarter de trigo, por ejemplo, se cambia en las más diversas proporciones por otras mercancías v. gr.: por x betún, por y seda, por z oro, etc.” (Marx, 1867: 4).

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que al ser la tierra una mercancía muy particular debido a que es un bien no transable o intercambiable (no se puede exportartierra, por ejemplo, como sí se podría hacer con x cantidad de betún), su valor de cambio no se compara con su equivalencia en términos de otras mercancías, sino por las posibilidades de su explotación; es decir, por la cantidad de riqueza que se puede generar con ella. Al indagar sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Adam Smith estableció que

“Todo hombre es rico o pobre según el grado en que pueda gozar de las cosas necesarias, convenientes y gratas de la vida. Pero una vez establecida la división del trabajo, es sólo una parte muy pequeña de las mismas la que se puede procurar con el esfuerzo personal. La mayor parte de ellas se conseguirán mediante el trabajo de otras personas, y será rico o pobre, de acuerdo con la cantidad de trabajo ajeno de que pueda disponer o se halle en condiciones de adquirir. En consecuencia, el valor de cualquier bien, para la persona que lo posee y que no piense usarlo o consumirlo, sino cambiarlo por otros, es igual a la cantidad de trabajo que pueda adquirir o de que pueda disponer por mediación suya. El trabajo, por consiguiente, es la medida real del valor en cambio de toda clase de bienes” (Smith, 1776: 31)

El análisis que se debe seguir entonces para encontrar una magnitud para los valores de uso y cambio de la tierra requiere evaluar la riqueza, en términos del trabajo que ésta representa, para los dos agentes involucrados en este debate. Dentro del marco diacrónico, la interpretación de lo que representa la tierra gira en torno al trabajo como explotación económica y forma de organización social desde la perspectiva de las comunidades, a continuación; para seguir luego con las del Estado.

 

III. La gente de la tierra y el río

          El Pacífico colombiano es una costa de 900 kilómetros que limita al norte con Panamá, y al sur con Ecuador; comprende, de norte a sur, los departamentos de Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Esta costa cuenta con unas características medioambientales muy singulares. La región, por ejemplo, además de ser la más lluviosa de América, es una de las más lluviosas del mundo, particularmente para el departamento del Chocó. Los promedios anuales de precipitación varían entre los 3.000 y 10.000 milímetros, y la cifra para el Chocó es de entre 6.000 y 7.000 milímetros anuales (Wade, 1997). “Su población alcanza casi un millón de habitantes, de los cuales el 90% son afrocolombianos y unos 50.000 pertenecen a varios grupos étnicos indígenas, de los cuales los más numerosos son los embera-wounan. Se considera que es la región más pobre de todo el país y, si nos atenemos a los indicadores convencionales, no cabe duda de que lo es.” (Escobar, 2005: 49)

Es posible afirmar entonces que, aunque la región ha sido poblada desde tiempo atrás, las variables geográficas y medioambientales hacen de ésta un lugar cuyas condiciones para instalarse son complejas, especialmente si se trata de conseguir una residencia permanente, como es el caso de las comunidades negras, mayoría poblacional de la región.

Dentro de este contexto se busca indagar cómo estas comunidades han logrado organizar socialmente sus formas de residencia, trabajo y transmisión de la propiedad, sobretodo en el sur de la región. Para esto, se recurrirá, principalmente, a los trabajos pioneros de Whitten (1969) sobre las estrategias para la movilidad de comunidades negras al sur de la costa Pacífica y los de Friedemann (1974) sobre minería del oro en el río Güelmambí, en Nariño.

El texto de Whitten (1969) estudia las características de la organización social de las comunidades negras en el litoral pacífico colomboecuatoriano. La presentación de sus datos incluye territorios desde el río San Juan, en Colombia, hasta el sur del río Esmeraldas, en Ecuador. Investiga las estrategias de ocupación del territorio de las comunidades negras teniendo en cuenta las formas de explotación de la tierra; para después trazar las relaciones de las estructuras de parentesco que se generan alrededor de este contexto de explotación socioeconómica de la tierra. El autor plantea que, en su zona de estudio, se generan mecanismos interpersonales de negociación que regulan el acceso y el uso de los recursos naturales y, ampliando éste ámbito, la resolución de conflictos. Establece que dichos mecanismos se manifiestan como contratos diádicos para la explotación de la tierra, que son “(…) informales, o implícitos debido a que no cuentan con ningún ritual o base legal”(3) (Whitten, 1969: 232). Un contrato diádico establece una relación de reciprocidad entre dos agentes que facilita la explotación de la tierra y, así mismo, la apertura de nuevos contratos para el futuro. Cuando se abre un contrato entre dos partes, una de ellas se compromete a ayudarle a la otra en alguna faena de trabajo, debido a que quien presta su ayuda hoy cuenta con una ayuda para sí mismo en un futuro. “Si un hombre no puede pagar a su vez su deuda cuando se le convoca para que lo haga, pero quiere mantener su contrato diádico abierto, le pide ayuda a otros; si éstos están de acuerdo, todas las partes en el contrato entran en una relación que resulta en toda una serie de contratos abiertos” (Whitten, 1969: 232).

Esta reciprocidad en las relaciones económicas explica que las estructuras de parentesco se modifiquen en un momento dado. Tal como lo muestra el autor,  estas se encuentra en constante renovación debido a que entre más amplia sea la red de parientes mediante los cuales un individuo puede abrir y cerrar contratos, más se asegura para sí la movilidad espacial en una zona en la que el acceso a la explotación de recursos naturales para la supervivencia es restringido. Las comunidades buscan entonces mantener abiertos los mecanismos de movilidad espacial para, así, diversificar y ampliar las posibilidades de explotación económica de la tierra y asegurar su supervivencia y permanencia en ellas. Friedemann viene a confirmar lo anterior al afirmar que en este sistema de organización “que enlaza gentes y derechos por encima de los bordes físicos (…) mantiene una red de parentesco que justamente hace exclamar a sus gentes ‘En este río todos somos parientes’” (Friedemann, 1974: 28).

La etnografía de Friedemann, por su parte, revisa las normas de organización social de los mineros del río Güelmambí, zona aurífera de la región de Barbacoas, Nariño. Su trabajo pone de relieve que la dispersión de las comunidades alrededor de los ríos y los patrones de organización social responden a una lógica acomodada a las particularidades del medio ambiente, de manera que el río se convierte en la calle principal de la selva (1974: 19). Según la autora, la llamada ‘urbanización’ es un “(…) poblamiento rural longitudinal sobre las riberas de los ríos y que expresa una forma compacta de asociación en grupos modelados por la descendencia.” (1974: 14). Friedemann encuentra así     una interrelación entre las formas de explotación de la tierra, las formas de residencia, las de transmisión de la propiedad y las transformaciones de la estructura de parentesco, todo dentro de un marco similar al de las relaciones establecidas por Whitten.

En esta región, las lluvias determinan la distribución del trabajo minero y agrícola. Los meses de diciembre y enero están dedicados principalmente al trabajo agrícola, en la chagra, debido a que estos dos meses son de verano. Los demás meses alternan periodos más o menos lluviosos, en los que el peso relativo de trabajo en la mina es mayor al del trabajo agrícola. Friedemann anota que los meses de abril, mayo, junio y julio son de dedicación exclusiva a los trabajos de minería, debido a los índices de precipitación necesarios para la explotación minera.

La organización del trabajo, bien sea minero o agrícola, se determina mediante el ejercicio de derechos que se adquieren al pertenecer a un ramaje (los descendientes cognaticios de un ancestro común). “La manera de mantener latentes tales derechos se percibe en servicios personales que se prestan a parientes de los otros ramajes distintos al de afiliación y en ocasiones la participación en trabajos con gentes de otras minas, lo cual permite establecer una red de reciprocidad” (Friedemann, 1974: 15). Estas redes de reciprocidad se dispersan, para el caso de esta etnografía en particular, a lo largo del río Güelmambí. Quien necesite explotar una mina y no tenga suficiente cantidad de energía humana para hacerlo, puede entonces hacer uso de los contratos abiertos con los que cuente o contraer una suerte de deuda con sus iguales para la actividad extractiva. En términos más generales, dependiendo de la época del año, se generan contratos ya sea para la chagra, para la actividad agrícola, para “parar” una casa o para la minería. Los contratos, en un principio, se establecen con parientes consanguíneos pero puede suceder que, dependiendo de la magnitud de la faena, se deba recurrir a quienes no sean necesariamente parientes.

Todas estas redes de reciprocidad producen que la propiedad sobre la tierra dependa, a su vez, de los contratos que anteceden al trabajo. El hecho de que alguien haya trabajado en tal o cual actividad y no reciba un salario por ello redefine la propiedad sobre la tierra. No es que la tierra pertenezca a todos al mismo tiempo. Se reconoce que una chagra o una mina pertenece a un individuo en particular puesto que “cada grupo tiene el dominio de una porción del territorio y sus miembros reclaman derechos a través de líneas consanguíneas de descendencia” (Friedemann, 1974: 23).

Sin embargo, la estructura de parentesco no es rígida. Esta se transforma dependiendo de la coyuntura. Puede suceder que debido a ausencia muerte, una persona por fuera de la línea de consanguinidad, que por tradición ha detenido la propiedad de cierto territorio en ejercicio de sus contratos y derechos adquiridos, venga a reclamarlos y se convierta en pariente. De esta forma, la estructura de parentesco está más relacionada con antecedentes laborales y con la propiedad de la tierra que con la consaguinidad: “Las gentes explican que [una] persona se convirtió en hermano al hacerse dueño con los otros del mismo terreno” (Friedemann, 1974: 33).

Estudios más recientes en la zona del Pacífico confirman la vigencia de los trabajos ya mencionados. Oslender  por ejemplo, encuentra que

“la forma dispersa de los asentamientos (…) ha dado lugar a una considerable dinámica de solidaridad consistente en trabajo cooperativo voluntario en los sectores agrícola y de la construcción en las comunidades rurales. Esta forma se conoce como cambio de mano, con la cual se ahorra tiempo y esfuerzo, y que significa la provisión de brazos de trabajo durante cierta labor y determinado tiempo, que se devuelve en el futuro” (1999: 43)

En el caso del Río Mejicano, en el departamento de Nariño, Hoffmann (2004) muestra que las estructuras de parentesco están muy ligadas al acceso a la tierra, los derechos sobre ésta no son ni exclusivos ni definitivos. “Reposan sobre tres lógicas complementarias: la del parentesco (herencia), la de la residencia y la del trabajo”(4) (Hoffmann, 2004: 68).

Tras esta breve revisión bibliográfica es posible afirmar que la tierra para las comunidades negras del Pacífico colombiano representa algo más que la forma en que se organiza el trabajo, la residencia y el parentesco. Todos estos elementos conjugados generan un sentimiento de pertenencia a la tierra que trasciende su materialidad misma. En la etnografía de Friedemann, por ejemplo, se menciona en varias ocasiones que una persona puede identificarse con respecto a su lugar de trabajo: “Yo soy de la mina Leonco, además de dar su nombre y apellido” o “[s]oy renaciente de la mina Cristino, soy un Cristino de la mina San Antuco” (1974: 15; 23). La identidad primera de una persona entre sus iguales, la respuesta a la pregunta quién es, quién soy, se da mediante la relación del lugar en donde se trabaja. Frente a los demás, son el lugar y la naturaleza del trabajo los parámetros legítimos para responder tales preguntas. Aun más, Camacho (1999) afirma que en sociedades de gran movilidad espacial como la de los grupos negros, la tierra crea arraigo y este arraigo se concreta en la práctica de entierro del ombligo del recién nacido debajo de un árbol o una palma cercana a la casa. No es extraño escuchar afirmaciones como ‘yo soy de donde está mi ombligo’ para significar la importancia de la tierra donde se nace y a la cual se pertenece” (1999: 119).

 

IV. Análisis textual de la Ley 70 de 1993

El capítulo 1 de la Ley 70 de 1993, que trata de su objeto y definiciones, dice:

La presente ley tiene por objeto reconocer a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva (…). Así mismo, tiene como propósito establecer mecanismos para la protección de la identidad cultural y de los derechos de las comunidades negras de Colombia como grupo étnico, y el fomento de su desarrollo económico y social, con el fin de garantizar que estas comunidades obtengan condiciones reales de igualdad de oportunidades frente al resto de la sociedad colombiana.

De acuerdo con lo previsto en el Parágrafo 1º del Artículo Transitorio 55 de la Constitución Política, esta ley se aplicará también en las zonas baldías, rurales y ribereñas que han venido siendo ocupadas por comunidades negras que tengan prácticas tradicionales de producción en otras zonas del país y cumplan con los requisitos establecidos en esta ley.

En este aparte me propongo realizar un análisis sobre la interrelación de diferentes aspectos de este primer artículo de la ley, en referencia a la concepción, desde una perspectiva estatal, sobre las relaciones de las comunidades negras y la tierra.

El primero de estos es el de la definición de tierras baldías, tierras que, según el texto, “(…) pertenecen al estado y que carecen de otro dueño (…)”; o bien terrenos que “(…) habiendo sido adjudicados con ese carácter, deban volver al dominio del estado de acuerdo con lo que dispone el artículo 56 de la ley 110 de 1913” (artículo 2.4).

En esta simplificación, hay un primer movimiento de desapropiación de la pertenencia de las comunidades negras con relación a la tierra. Una interpretación de este movimiento de la ley es que convierte a las comunidades negras, apelando a una legislación de ochenta años atrás, en colonos que explotan una tierra que no es de su propiedad. Y es un movimiento de dos facetas: primero se les sustrae la propiedad de la tierra a las comunidades, apelando a un marco jurídico, para luego entregarlas de vuelta en un acto igualmente legal y jurídico.

La puesta en escena de la ficción jurídica de la ley lleva a imaginarse unas tierras libres, desprovistas de población y a disposición del Estado, listas para ser entregadas a una parte de la población colombiana que de repente necesitara ser ubicada. “Terrenos baldíos”: el Estado los reclama para sí y luego los entrega de manera simbólica y solemne a quien los necesita; y la entrega tiene una forma particular, la forma de la propiedad colectiva. Este segundo aspecto, la ocupación colectiva, se refiere en la ley al “asentamiento histórico y ancestral de comunidades negras en tierras para su uso colectivo (…)” (artículo 2.6).

A pesar de que las tierras son baldías, se presupone la existencia de colombianos que habitan allí desde tiempos ancestrales. De hecho, la legislación pareciera un calco de la legislación indígena usada anteriomente en el país, que convierte territorios en resguardos, indivisibles para la venta y de propiedad común. En este caso, el concepto de propiedad colectiva subdivide a la región del Pacífico en tierras habitables de propiedad común, convirtiéndolas en unidades de residencia homogéneas y compactas.

El artículo 8, que trata sobre los efectos prácticos de la adjudicación de tierras, dice: “Una comisión (…) realizará (…) una evaluación técnica (…) y determinará los límites del área que será otorgada mediante el título de la propiedad.” La propiedad colectiva es, entonces, una unidad de terreno estrictamente delimitada por una ubicación y una extensión predeterminadas, por unos linderos planimétricamente establecidos. Es decir, la propiedad colectiva de la tierra se superpone a las fronteras orgánicas establecidas por las comunidades y se impone como una propiedad privada que pertenece a cierto grupo en particular, por encima de los lazos de consaguinidad.

La ley, por tanto, obliga a que la tierra sea distribuida de una manera diferente a como lo venían haciendo las comunidades, es decir mediante usos flexibles y no definitivos. Al introducir el concepto de propiedad privada como una zona delimitada que pertenece a unos particulares, no solamente se ve interrumpida la dispersión geográfica, debido a que son únicas las tierras adjudicables y no las que las comunidades necesiten o requieran explotar, sino que se producen cambios en la concepción administrativa de la tierra. Esto se evidencia sobretodo en la flexibilidad de la relación con la tierra que, como examinamos en el aparte anterior, depende de los contratos recíprocos. A partir de la ley, ésta necesita adaptarse a la exigencia de formación de Consejos Comunitarios: “Para recibir en propiedad colectiva las tierras adjudicables, cada comunidad formará un Consejo Comunitario como forma de administración interna (…)” (artículo 5).

La dispersión geográfica de las comunidades produce que, conceptualmente, la tierra sea administrada desde una perspectiva horizontal en la que las estructuras de parentesco se regeneran y se modifica el poblamiento. La ley, por el contrario, exige una administración basada en la verticalidad de las relaciones, como es el caso del Consejo Comunitario cuya función es la de administrar las relaciones entre el Estado y las comunidades a las que se les adjudica una propiedad colectiva. Esta ya no se administra y hereda según el parentesco, sino en función de un título legal que las nombra y delimita bajo el concepto de “Tierras de las comunidades negras” (artículo 4). La tierra, pues, pasa de ser un espacio en el que “la apropiación se materializa en el terreno mediante límites invisibles a los ojos de los no iniciados, pero reconocidos por todos (…)”(5) (Hoffmann, 2004: 66) a ser dividida en conjuntos cerrados, compactos y homogéneos que se conciben por fuera del orden orgánico establecido de antemano por las comunidades.

Además, esta nueva delimitación de la tierra tiene como fin específico que sea explotada según las prácticas tradicionales de producción de las comunidades definidas como “las actividades y técnicas agrícolas, mineras, de extracción forestal, pecuarias, de caza, pesca y recolección de productos naturales en general, que han utilizado consuetudinariamente las comunidades negras para garantizar la conservación de la vida y el desarrollo autosostenible” (artículo 2.7). Esta concepción surge, de nuevo, del calco de la legislación indígena; en palabras de Wade: “Esta representación implícita refleja en muchos sentidos la imagen de la sociedad indígena en Colombia: la comunidad establecida y ancestral, la tierra comunal, las prácticas de producción que se remontan a la antigüedad” (1996: 291).

Como se vio anteriormente, las prácticas tradicionales de producción implican necesariamente un movimiento de dispersión horizontal de las comunidades a lo largo de la tierra, especialmente centrado sobre el eje de los ríos. Sin embargo, para que se logre el desarrollo económico y social requerido por la ley, las comunidades deben adaptar sus prácticas tradicionales para seguir el ordenamiento jurídico. En el artículo 6.b, se puede leer, por ejemplo: “(…) los adjudicatarios desarrollarán prácticas de conservación y manejo compatibles con las condiciones ecológicas. Para tal efecto se desarrollarán modelos apropiados de producción como la agrosilvicultura, la agroforestería y otros similares, diseñando los mecanismos idóneos para estimularlos y para desestimular las prácticas ambientales insostenibles.” Si bien es cierto que la explotación económica de las tierras del Pacífico es en principal medida de naturaleza extractiva, a lo que apunta la ley de todas maneras, es a que las comunidades se adapten a la concepción estatal de la tierra y no al contrario. Las prácticas tradicionales de producción deben ser modificadas para que los objetivos de la ley se cumplan. Dentro de la lógica de la ley, por tanto, las comunidades deben adaptarse a estos nuevos modelos cerrados de poblamiento: se interrumpe, por ejemplo, la posibilidad de la contratación diádica debido a que la negociación está restringida a estos nuevos conjuntos.

Adicional a esto, la ley establece que, como se lee en el artículo 6.c, los recursos naturales renovables y no renovables no están comprendidos dentro de las adjudicaciones colectivas. De esta manera, la ley cierra un ciclo que se inició al declarar baldías las tierras del Pacífico: se hace una entrega formal y simbólica de una supuesta propiedad del Estado a personas que reclaman un bien para sí, pero no les es permitido explotar los recursos naturales, que siguen siendo detentados por el Estado mismo. La ley crea entonces una concepción de la tierra en la que se prevé una serie de propiedades privadas cerradas, delimitadas topográficamente, en las que habitarán comunidades homogéneas dirigidas por Consejos Comunitarios. La tierra, según la perspectiva jurídica estatal, es vista como un conjunto uniforme, compacto y cerrado en el que las comunidades estarán en la capacidad de vivir en una tierra indivisible y explotando recursos naturales que siguen estando a disposición del Estado: la biodiversidad del Pacífico es propiedad del Estado colombiano y no de las comunidades.

 

V. Economía política cultural de la tierra

 

          Uno de los primeros acercamientos hacia la problemática de la interpretación de la tierra en el Pacífico surge de cómo las dos visiones expuestas anteriormente dependen de la variable ecológica. Las comunidades conciben sus mercados, relaciones sociales y estructuras de parentesco con relación a los usos posibles de la tierra (poblacionales, de explotación, etc.). El Estado, por su parte, al declararse dueño de los recursos naturales del Pacífico, concibe una relación con  la economía de mercado y la explotación de recursos naturales.

Hernán Cortés, líder del movimiento Palenque de Nariño – Proceso de Comunidades Negras, en el departamento de Nariño, comenta sobre su experiencia en los procesos de titulación de tierras:

“(…) al discutir sobre la participación observamos una actitud muy cerrada en ciertos medios e instituciones. Nos dicen: “Listo, participen”, pero los grupos de trabajo, el combo de gente es muy poco para tantas cosas a enfrentar. Además, nos metimos en un asunto donde nosotros no somos muy expertos, entonces nos toca atender muchas cosas y vivir más de prisa. Ya no es la marea o la luna la que determina nuestro tiempo, sino el reloj o la agenda de los doctores.” (Cortés, 1999: 139)

Cuando el Estado colombiano, mediante el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), en la actualidad bajo un proceso de liquidación, inserta la Ley 70 de 1993 dentro las dinámicas sociales en la costa pacífica colombiana, se alteran las relaciones de las comunidades con la tierra y su concepción identitaria frente a ella. Las metáforas empleadas por Cortés sirven para explicar la relación de lo ecológico de ambos agentes y la manera en que se concibe el valor de la tierra.

Así, tanto la dispersión poblacional a lo largo de los ríos, como las faenas de trabajo y las maneras de explotación de la tierra, de naturaleza extractiva, además de las estructuras de parentesco y la identidad, se encuentran en constante diálogo con la variable ecológica. Las comunidades se adaptan al medio según sus ritmos para lograr su supervivencia: la marea y la luna corresponden, entonces, a una metáfora que indica la relación orgánica de las gentes del Pacífico con el territorio. Por su parte, el reloj y la agenda corresponden a la narrativa de la tierra de la Ley 70 de 1993. Se refieren a la planeación e inserción en economías de mercado y del desarrollo, que es un aspecto de la ley, y que depende de igual manera de la explotación de los recursos naturales.

De igual manera, este testimonio sirve para abrir el debate sobre las maneras en que se valora la tierra, sobre las diferentes economías políticas que corresponden a la explotación y asignación de recursos, una economía política que depende de la valoración social y discursiva de este factor de producción. En este caso, dado que la economía política depende de la interpretación cultural, se puede hablar de una economía política cultural de la tierra. Como vimos más arriba, las comunidades se dispersan alrededor de la tierra y construyen contratos sociales flexibles a la hora de obtener recursos para la explotación. Por otra parte, la visión estatal corresponde a una interpretación compacta y homogénea de la tierra, que se debe a la inserción del Pacífico dentro de una economía de mercado.

En lo discutido en el aparte teórico del texto, el valor de uso de una mercancía depende de su utilidad tomada en sí misma mientras que el valor de cambio de la tierra depende de la riqueza que se pueda generar con ella. Sin embargo, a la luz de lo que se ha venido desarrollando, se puede afirmar que no existen ni una utilidad ni una riqueza en sí mismas. Debido a que la utilidad que la tierra genera “(…) es igual a la cantidad de trabajo que [se] pueda adquirir o de que pueda disponer por mediación suya” (Smith, 1776: 31) el valor de uso de la tierra, para el caso de las comunidades, es equivalente a su valor de cambio.

Por otra parte, no es posible partir del supuesto de que los recursos naturales en el Pacífico son explotables indefinidamente en el tiempo si no se guardan prácticas de producción sostenibles. Pero, suponiendo que las prácticas tradicionales de producción sean sostenibles, el modelo de contratación diádica permite afirmar que la riqueza de la tierra en el Pacífico es marginalmente infinita: en cada caso, es posible generar un contrato más de trabajo y, entonces, generar una unidad marginal de riqueza. Se deduce, por tanto, que el valor de uso de la tierra, cuyo órden de magnitud es equivalente al valor de cambio, como se viene de definir, es también marginalmente infinito: se puede, mediante la flexibilidad de las estructuras de parentesco, generar siempre un grado más de utilidad.

De otro lado, no se puede dar la misma interpretación a los valores de uso y de cambio de la tierra desde la perspectiva estatal de la de la Ley 70 de 1993. El hecho de que el Estado se apropie de los recursos naturales renovables y no renovables en el Pacífico convierte a estas tierras en reservorio de riqueza para su explotación:

En el discurso de la biodiversidad (…) la naturaleza es vista no tanto como materia prima a ser usada en otros procesos, sino como reserva de valor en sí misma; este valor, por supuesto, debe ser liberado para el capital (…) por medio del conocimiento científico y la biotecnología. Esta es una de las razones por las cuales las comunidades autóctonas (…) están siendo finalmente reconocidas como dueñas de sus territorios (…), pero solo en la medida en que acepten verlos (…) como reservas de capital. (Escobar, 1994: 105-6)

Si las comunidades deben adaptarse a unas nuevas formas de propiedad de la tierra, como el análisis del discurso de la Ley 70 permite ver, esto las obliga a que se encuentren de repente inmersas dentro de una economía de mercado en la que el Pacífico es visto como “reservorios de capital.” Así, tanto el valor de uso de la tierra como el valor de cambio resultan siendo conmensurables debido a que dependen de un sistema de formación de precios: la tierra representa una utilidad en sí misma al tiempo que, como afirma Escobar, el conocimiento científico resultará en una explotación de la tierra que generará riqueza. Esta riqueza es el valor de cambio de la tierra y es medible mediante un precio dato.

La diferenciación entre las magnitudes de los valores de la tierra sirve como modelo interpretativo para dar respuesta al asombro de Cortés cuando afirma que “nos metimos en un asunto donde nosotros no somos muy expertos.” La diferencia entre interpretaciones de lo que significa la tierra hace que las comunidades no sean expertas en manejar los conceptos de riqueza dentro de un sistema de precios, comparados a una riqueza marginalmente infinita, en donde los conceptos de precio y salario se desdibujan frente a otras formas de riqueza.

El modelo sirve, de igual manera, para dar respuesta a los fracasos relativos que se han documentado sobre los procesos de implementación de la ley. Agier y Hoffmann, por ejemplo, documentan estas dificultades en los procesos de titulación de tierras en el sur del Pacífico colombiano (Nariño), dificultades debidas a que “(…) no todos se interesan de la misma manera en el proceso de titulación colectiva de tierras” (Agier y Hoffmann, 1999: 58). Aunque su perspectiva es diferente a la que aquí se ha presentado, afirman, sin embargo, que “(…) en una situación caracterizada por tal complejidad institucional (…), existen orientaciones diversas en la aplicación de la Ley 70, según las regiones y las situaciones concretas de titulación de tierras.” (Agier y Hoffmann, 1999: 58).

 

Conclusión

          El análisis presentado en este texto parte de la economía política clásica y llega hasta una economía política cultural al indagar sobre los valores de uso y de cambio de una mercancía, en este caso una muy particular: la tierra. Después de una presentación de las dos visiones  sobre esta, de sus usos y significaciones por parte de los agentes involucrados en el debate, la perspectiva epistemológica permitió definir los valores de uso y de cambio como inconmensurables –marginalmente infinitas– para las comunidades, frente a la conmensurabilidad de estos valores para la perspectiva estatal debido a que se encuentran inmersos en el sistema de precios de la economía de mercado. Este modelo interpretativo sirve para dar cuenta del encuentro, en ciertos puntos frustrado, que suscitó esta ley entre el Estado y las comunidades en la costa pacífica. Las frustraciones del encuentro existen en la medida en que la implementación de la ley es un proceso incompleto y sesgado por incomprensiones de lado y lado.

Al evaluar los valores de uso y de cambio como marginalmente infinitos para las comunidades frente a la valoración conmensurable de la perspectiva estatal, el objetivo de este ensayo ha sido el de oponer dos visiones de la tierra que demuestran una “complejidad institucional” divergente, una economía política cultural de la tierra que explica en qué medida la Ley 70 de 1993 implica un proceso de concepciones disonantes sobre lo que representa la tierra y pone de realce las tensiones del proceso de formación del proyecto de Estado-nación en Colombia.

Este encuentro entre el Estado y las comunidades del Pacífico que suscitó la Ley 70 de 1993, sin embargo, cuenta con muchos más ámbitos desde los cuales puede ser observado. El contexto de análisis, por ejemplo, se puede ampliar hacias las esferas de las dinámicas del conflicto armado de la región, cuyo aumento correlativo se puede estudiar desde los inicios de la implementación de esta ley. De igual manera, es posible establecer una correlación entre lo que se viene de mencionar con los discursos medioambientales que se manejan respecto de la explotación de los recursos naturales de la zona.

 


 

Notas de pie de página

(1) Traducción del autor

(2) Traducción del autor

(3) Traducción del autor

(4) Traducción del autor

(5) Traducción del autor

 

 

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Para citar este artículo:

Duque Quintero, Daniel, «“La marea y el reloj” : una economía política cultural de la tierra en el Pacífico colombiano », RITA, N°4 : diciembre 2010, (en línea), puesto en línea el 10 de diciembre de 2010. Disponible en línea http://www.revue-rita.com/notes-de-recherche-60/la-marea-y-el-reloj.html